miércoles, 14 de septiembre de 2011

Asiento numerado.


Me cuesta siempre ver que es lo que cambia, si cambia la gente o el estado de las cosas en el mundo, si lo normal es lo de antes o lo de ahora, más aun cuando no sé si los demás también lo ven diferente o si solo soy yo la que noté semejante transformación.  Me pasa con muchas cosas, pero una me llamó la atención de sobre manera.

Cuando tenía tres o cuatro años y mis padres organizaban peñas donde mi papá y tíos tocaban con su grupo “Los Ilamas” yo y mi prima (que tiene mi misma edad) nos mamábamos el humo de los pitos y cigarros sentadas en las mesas esperando que nuestros papis hippies terminaran de pasarlo bien, era genial recorrer todos esos lugares con ellos y tener desde pequeña un mundillo de instrumentos en tu casa, todo eso mientras  mi prima Alexandra aprendió desde aquella tierna edad, a tomarse los conchos de vino navegado que los chascones dejaban en las mesas.
Mientras crecía, el panorama era siempre el mismo, solo se distorsionaba un poco, mi familia ya no organizaba las peñas,  pero era normal frecuentar en grupo cuanto concierto folklórico, existiese, de pobla o de consagrados. Recuerdo que siempre íbamos a pata, nos quitaban los encendedores a la entrada y pasar una bebida o en el caso de los adultos, un copete era una odisea.  La entrada, incluso de los grupos más conocidos, nunca superaban las tres lucas, cuatro ya era caro, y no comprábamos la entrada (acompañada aquella acción negada por una chuchada y una crítica al “precio burgués” del evento), en fin, por 3500 te dabas un festín musical, 3, 4, 5 y hasta 6 bandas buenas te deleitaban durante horas, y hablo de músicos buenos, no de esos conciertos en los cuales meten 15 webones pencas y le ponen casi Woodstock al evento.
 Una vez dentro, era cosa de suerte si verías algo o no, pero eso no importaba, “íbamos a escuchar”.  40 minutos mínimo de atraso, pifias de todas partes, un tipo gritando en tu oreja a todo pulmón “que empiece la wea po!!” , aunque sabía que nadie lo escucharía desde la galucha al escenario, pero no importaba nada, lo que ahí se respiraba era euforia.  Cigarros, pitos y esos caballeros que entre medio de las papitas fritas y las bebidas que vendían escondían unas bolsitas negras con dorado que contenían el whisky más picante de tu vida, a luca.  Salía el primer grupo al escenario y las banderas del partido flameaban, comenzaba el festival del “pasarse a cancha”, a todos se les veía la raya del poto cuando lo intentaban, nada importaba.  Escuchabas mucho más la voz del publico que la de los cantantes y cuando hacían un amague de irse “no nos vamos ni cagando” se transformaba en canción nacional.
Terminó, ahora para la casa, caminar cuadas y cuadras, buscando la tan ansiada alameda, los micreros con las luces apagadas para no mamarse a la prole y el llegar a casa parecía siempre tan lejano y cansador. 
Comentábamos el concierto la semana entera, pensando en cuando sería el próximo.
De un momento a otro deje de ir, no se si fui yo o mi familia la que se puso fome, y cuando volví a ver a uno de esos mismos grupos que tanto me hacían transpirar, pensé que me encontraría con algo similar, pero mientras me ubicaban en mi asientito numerado intuí que las odiseas musicales habían terminado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario